La gente está como una cabra, el fútbol lo demuestra en su atractivo, el futbolista sudado no atrae por su juventud ni sus hueveras, sino por el color verde del gramón del campo de juego, lleno de verdeante hierba, que nos atrae, como un buen día de campo, el verde que nos atrae, atrae, atrae, el verde.
En El Almacén atraen sus estancias de pimientos molidos, sus estancias de judías pintas con siglas de cariño, de cajones de especias extintas, que nunca alcanzaron los niños chicos, que chupaban el cuchillo de cortar media peseta de un cuarto de chorizo, infinito.
La persona que visita El Almacén nunca pide una cerveza, ni un old-season, ni un güisqui, ni un capitán Morgan, ni un mojito hecho con cariño… todo aquel que entra porta un vaso, pero sostiene en su mano otros objetos, son elementos fantasmales del antiguo ultramarino.
La que lleva un gintonic ha comprado un cuaderno de cuadritos; el que lleva una cerveza ha comprado una cajita de maicena; la que pide un bourbon desea que le despachen dos polo-flash fresquitos; quien pidió el daiquirí tuvo que darle la vuelta del cambio a su madre… el Gallina no porta una bebida en su mano, con el dedo dentro, no es un güisqui on the rocks, sino un güisqui on the garbanzos; el poeta que nunca paró en la tienda enmarcó un papel de estraza… todos hemos cruzado el túnel, el arco del subway de El Almacén, encontrando el paño de la mesa de billar mojado de tequila, buscando la entrada del metro de Southampton, o Iglesias o Antón Martín, del pimiento molido, del baño lleno de garbanzas puestas en remojo, de los cuadernos donde se apuntan las cuentas, y los sacos de lentejas verdinas, peleándose todas por asomar la cabeza.
Otro poeta me dijo que no aguantaba a la Ancela gritando, que no paraba, que no iba, pero el poeta no sabía distinguir… si observas bien verás el estilo de la embajadora, de Ancela en su almoneda, como una vendedora del rastro de Mandril (la ciudad más mona de España, de Carmina). No hay que ajumarse para ver, que lo mejor de El Almacén, no es su fecha tallada del año 1888, sino su cantaora, Ancela, que nos despacha. A todos. Quien quiera oír que oiga, como dice San Pedro en la biblia.
En el cartel del rincón del matarife, en una esquina de El Almacén, que todavía está vestida de mármol, hay un afiche de cine, de un film llamado “Ojos negros”, hecho por un ruso, y en el que Marcelo Mastroiani grita en la marisma rusa: -¡Gitanos… volveré,… gitanos volveré…!
Yo volveré a El Almacén. Todos volveremos, a El Almacén, de Sanlúcar.
En El Almacén atraen sus estancias de pimientos molidos, sus estancias de judías pintas con siglas de cariño, de cajones de especias extintas, que nunca alcanzaron los niños chicos, que chupaban el cuchillo de cortar media peseta de un cuarto de chorizo, infinito.
La persona que visita El Almacén nunca pide una cerveza, ni un old-season, ni un güisqui, ni un capitán Morgan, ni un mojito hecho con cariño… todo aquel que entra porta un vaso, pero sostiene en su mano otros objetos, son elementos fantasmales del antiguo ultramarino.
La que lleva un gintonic ha comprado un cuaderno de cuadritos; el que lleva una cerveza ha comprado una cajita de maicena; la que pide un bourbon desea que le despachen dos polo-flash fresquitos; quien pidió el daiquirí tuvo que darle la vuelta del cambio a su madre… el Gallina no porta una bebida en su mano, con el dedo dentro, no es un güisqui on the rocks, sino un güisqui on the garbanzos; el poeta que nunca paró en la tienda enmarcó un papel de estraza… todos hemos cruzado el túnel, el arco del subway de El Almacén, encontrando el paño de la mesa de billar mojado de tequila, buscando la entrada del metro de Southampton, o Iglesias o Antón Martín, del pimiento molido, del baño lleno de garbanzas puestas en remojo, de los cuadernos donde se apuntan las cuentas, y los sacos de lentejas verdinas, peleándose todas por asomar la cabeza.
Otro poeta me dijo que no aguantaba a la Ancela gritando, que no paraba, que no iba, pero el poeta no sabía distinguir… si observas bien verás el estilo de la embajadora, de Ancela en su almoneda, como una vendedora del rastro de Mandril (la ciudad más mona de España, de Carmina). No hay que ajumarse para ver, que lo mejor de El Almacén, no es su fecha tallada del año 1888, sino su cantaora, Ancela, que nos despacha. A todos. Quien quiera oír que oiga, como dice San Pedro en la biblia.
En el cartel del rincón del matarife, en una esquina de El Almacén, que todavía está vestida de mármol, hay un afiche de cine, de un film llamado “Ojos negros”, hecho por un ruso, y en el que Marcelo Mastroiani grita en la marisma rusa: -¡Gitanos… volveré,… gitanos volveré…!
Yo volveré a El Almacén. Todos volveremos, a El Almacén, de Sanlúcar.
David Pielfort
3 comentarios:
Debo decir Pirfi que me has puesto los bellos de punta pisha.
Precioso, creo que a Carmina le ha encantado, lo tiene impreso en su vitrina.jeje.
Besos, RITA.
Por cierto, a Adán, la foto es monumental.
Besos
Comparto opinión de Carmen, tambien es precioso lo que dice de Ancela..y es que no hay otra poniendo copas, siempre pendiente de que a nadie le falte su particular elixir.
Maria y Miguelon
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